Edward Gorey, el amante de los gatos que pensaba en
blanco y negro
Edward Gorey
“Pienso en
mis libros como en novelas victorianas hechas un burruño“. Edward
Gorey (1925-2000)
escribía e ilustraba historias de presencias oscuras, niños que morían,
mansiones decadentes y almas solitarias, pero de algún modo conseguía que hasta
lo más tenebroso tuviera un lado entre surrealista y cómico que lo hacía
tierno.
Clasificaba
su trabajo como “literary nonsense” (“Absurdo literario”), le
molestaba socializarse, no le interesaban la promoción, la riqueza ni la fama.
Disfrutaba del privilegio de tener la nariz metida en un libro todo el tiempo
que fuera necesario.
Tal vez esa
mezcla de circunstancias sea la razón de su estatus como autor de culto. Desde
su debut en los años cincuenta, siempre fue conocido y admirado por unos pocos,
nunca un superventas, pero es muy probable que cualquiera que lo descubra se
quede boquiabierto no solo por la singularidad del universo afilado y elegante
del autor: la obra de Gorey desenmascara también la supuesta originalidad de
algunos héroes pop como Tim
Burton
En breves
narraciones ilustradas (a veces sólo una frase acompaña a cada dibujo), Gorey
recrea la incomodidad que provoca un invitado convertido en intruso, se
divierte con el sinsentido de un accidente doméstico, caricaturiza una
despedida amarga. Los personajes, larguiruchos y pálidos, se someten a
las historias con caras serias, como si tuvieran la certeza de que nada pueden
hacer contra la locura de quien los maneja.
En la
sección Cotilleando a… de esta semana repasamos la figura
de Edward Gorey en una decena de puntos que
descubren cómo lo inusual de su caracter se mezclaba con la capacidad creativa.
1. La
infancia. Por su
aficción al estilo victoriano y eduardiano, la aparente incoherencia de su
humor y lo refinado del vocabulario, era frecuente la suposición de que Gorey
era inglés.
En realidad
había nacido en Chicago (EE UU) y, a pesar de las especulaciones de todo el que
se acerca a su trabajo, no creció en un entorno difícil ni tuvo una infancia
traumática. Creció en los suburbios de la ciudad, su padre era periodista y la
familia se mudaba con frecuencia por razones que el artista nunca supo.
Cuando tenía
año y medio hizo el primer dibujo, los trenes que pasaban frente a la casa de
sus abuelos. “Eran extrañas y pequeñas salchichas que pretendían ser
vagones”, recordó después en varias entrevistas. Aprendió a leer sin la
ayuda de nadie a los tres años y medio. Era un niño brillante al que avanzaron
de curso en dos ocasiones. Leer y jugar al Monopoly eran sus actividades
preferidas. La
normalidad con la que habla de la niñez contrasta con la oscuridad de sus
personajes infantiles, desdichados y maltratados, que protagonizan obras
famosas de Gorey como The Gashlycrumb Tinies (1963) (gash significa
corte, tajo y crumb, mequetrefe), un abecedario con nombres de niños que
sufren accidentes o enfermedades: “A de Amy, que se cayó por las escaleras;
B de Basil, atacado por los osos; C de Clara, que se consumió…”. Cada
ilustración en tinta sobre papel muestra sin miramientos el momento que rodea a
la desgracia, en blanco y negro, como una pesadilla poética.
2. Ballet. No se perdía ni una representación
del New York City Ballet. Tras servir en tareas
administrativas al ejército de EE UU (sin salir del país) en la II Guerra
Mundial y después licenciarse en Francés por la universidad de Harvard, Gorey
se instaló en Nueva York en 1953.
Comenzó
acudiendo de vez en cuando al ballet y tres años después era un adicto.
Cautivado por el trabajo del célebre coreógrafo ruso George Balanchine (1904-1983), que dirigía a la
compañía entonces, Gorey era capaz de distinguir los pequeños matices de una
representación a otra, la evolución de las destrezas de los bailarines.Muchos conocían al artista de haberlo visto en las representaciones y no por su obra, e incluso lo abordaban por la calle para preguntarle por uno u otro show. Cuando Balanchine murió en 1983, Gorey se mudó de la Gran Manzana a su residencia en Cape Cod (Massachusetts), en una casa atestada de libros en la que campaban a sus anchas cinco o seis gatos.
No se ponía elegante para el ballet, vestía como solía ir: con vaqueros y zapatillas deportivas, anillos dorados en casi todos los dedos de las manos y un abrigo de piel; un estilo que Stephen Schiff (periodista de la revista New Yorker que entrevistó a Gorey en 1992) describía como “una mezcla de beatnik aficionado a tocar los bongos y dandi de fin de siglo”.
Demuestra la obsesión por el ballet en varios libros, en especial en The Lavender Leotard (La malla lavanda, 1973), una detallada caricatura del New York City Ballet en el que recrea la atmósfera, las grandes figuras de cada espectáculo, los acontecimientos y pequeños detalles cotidianos de un lugar que casi era una segunda casa.
3. Gatos. “Llevan esas vidas misteriosas, que
sólo estan medio conectadas a la tuya. (…) Es interesante compartir la casa con
un grupo de gente que obviamente ve, escucha y piensa de un modo infinitamente
diferente a ti”. Gorey asemejaba los movimientos felinos al ballet y siempre
tuvo varios e intentó capturar su gracilidad sobre el papel: “Se mueven en
el instante en que decido hacer un boceto, incluso cuando previamente han
pasado horas en estado comatoso”. El autor los consideraba “el amor de su
vida”. En el testamento, legó la gestión de su obra a una fundación dedicada a
la defensa de los perros y los gatos.
Dancing
Cats and Neglected Murderesses (Gatos danzantes y asesinas olvidadas, 1980)
es una muestra más de la devoción del autor por los felinos domésticos, de los
que decía que eran el amor de su vida. La colección de ilustraciones
individuales con texto muestra a gatos en actividades extravagantes que
se entrelazan de modo sorprendente con oscuros retratos femeninos.
4. Viajes. A pesar de la curiosidad innata con
la que abordaba cualquier manifestación artística y literaria, recorrer mundo
no le interesaba. Sólo salió una vez de Estados Unidos, para hacer un
viaje a las islas Hébridas, en Escocia.
En una
entrevista previa a esa única excursión habló de su aversión por los paisajes
extraños: “No. Nunca he estado en Inglaterra. Nunca he salido del país.
Todo viene de los libros. Leo sobre todo literatura inglesa. Siempre me
gustaron las novelas victorianas. No me gusta viajar ¿Quién cuidaría de mis
gatos? Seguramente les daría un ataque de nervios… Excepto en el caso de
que ni se dieran cuenta de que me he ido. Soy una persona rutinaria. No quiero
trastornos en la barriga, sonidos extraños en mis oídos, ni dormir en camas
extrañas”
5.
Violencia. En los
dibujos sugiere la amenaza en lugar de mostrarla. Gorey odiaba que le
definieran como macabro, porque aborda el miedo con absoluta frialdad. Los
personajes caen en desgracia y la vida continúa, el momento en que sucede el
desastre casi nunca se ilustra, pero la frase que acompaña al dibujo no deja
duda del cruel desenlace.
Las
estrategias del autor para hacer sentir incómodo al lector no se reducen al
miedo a la muerte. Gorey es capaz de crear situaciones aparentemente cómicas
que resultan en amenazantes, como sucede en The Doubtful Guest (El invitado dudoso, 1957),
una narración ilustrada sobre un extraño ser —parecido a un pingüino— que se
instala en la mansión victoriana de una familia adinerada. Sin intención de
marcharse y perturbando el día a día de los distinguidos y algo decadentes
seres humanos de la casa, la presencia pasa de ser curiosa a desasosegante
y después desesperante para el lector, a pesar de la impavidez de los que
sufren al invitado.
6. De la alta
cultura a Las chicas de oro. La atemporalidad de los dibujos, las numerosas
referencias literarias de sus obras y la precisión con que emplea las palabras
son sólo una vaga muestra de la erudición del autor, recolector de
influencias que van del surrealismo pionero de Lewis Carroll y la observación aguda de Jane Austen a “la captura del momento congelado”
que admiraba en pintores como Piero della Francesca, Georges de la Tour, Vermeer y (por supuesto) Francis Bacon.Tenía una pequeña colección de arte, reunía postales decimonónicas de bebés muertos (“siempre me dicen que no lo mencione”, apuntaba en una entrevista) y compraba libros de manera compulsiva. Aunque tuviera un volumen repetido cinco veces, no se podía desprender de ningun ejemplar. De Murasaki Shibiku (escritora japonesa del siglo X), al novelista victoriano Anthony Trollope, pasando por Borges, Gorey leía y releía incluso lo que detestaba (como era el caso de las novelas de Henry James).
Junto a esa vena erudita, convivía la atracción por los culebrones baratos y las series de televisión que nadie sospecharía que fueran de su gusto. Las chicas de Oro y Buffy Cazavampiros (“la recomiendo sin ninguna reserva”) fueron algunos de sus fetiches. Salvando las distancias, al final de su vida, quedó prendado de Expediente X. “Vivo para ver la última temporada”, dijo en 1998.
7. Asexual. Nunca se casó ni se le conocieron romances. Su apariencia extravagante se complementaba con una voz algo nasal y una expresión corporal amanerada; pero nunca afirmó ni desmintió su posible homosexualidad: “No soy ni una cosa ni la otra (…). Soy una persona antes que todo eso“. Algunos críticos detectan en el trabajo del artista una sexualidad reprimida. Él respondía con indiferencia a ese análisis: “No lo sé, yo no sé de lo que escribo. Nunca me he sentado a averiguarlo”.
The Curious Sofa (El curioso sofá) es tal vez
su obra más cercana al erotismo, clasificada por su autor como “pornográfica”,
el lenguaje rebuscado y las ilustraciones cuidadosamente planeadas evitan
cualquier referencia al sexo mientras queda patente que no se habla
precisamente de un sofá. Gorey recuerda con ironía haber recibido cartas de
padres que destacaban lo mucho que sus hijos pequeños habían disfrutado con la
historia.
8. Dibujante
aficionado. Sus
estudios artísticos se reducían a un semestre en el Instituto de Arte de
Chicago. Se sentía inseguro en cuanto a la calidad de sus dibujos y le gustaba
pensar en sí mismo como escritor (“mis ideas tienden a ser primero literarias
en lugar de visuales”).
Declaraba
que nunca había hecho una ilustración que no fuera para un libro, que nunca
sabía cómo iba a ser el dibujo hasta que no estaba hecho: “Cuando trato de
visualizarlo antes( …) me paralizo y el resultado suele ser terrible“.
Muy de vez
en cuando se atrevía a colorear con acuarelas el mundo en blanco y negro que
albergaba casi siempre a sus personajes. Gorey estaba acostumbrado a que sus
libros fueran publicados en editoriales modestas que no iban a permitirse el
lujo de publicar nada a color. “He terminado pensando en blanco y negro“,
sentenciaba.
9. Teatro. “Pienso al estilo de las películas
de cine mudo”, decía cuando le preguntaban por la influencia cinematográfica en
sus trabajos. La obra de Gorey es teatral, cada escena es un momento congelado
que bien podría ser un fotograma. No es casualidad que se encargara del diseño
en 1977 del
vestuario y la escenografía de una adaptación del Drácula de Bram
Stocker, primero representada en Nantucket (Massachusets) y luego en Broadway.
Los sets,
en blanco y negro y en dos dimensiones, marcaron tanto la adaptación que pronto
se terminó conociendo como “la versión de Drácula de Edward Gorey”. Ganó el premio Tony al mejor vestuario y, por supuesto, no fue a
recogerlo. En 2007 se editó un
hermoso libro desplegable que recreaba los escenarios y los personajes de la novela de Stocker
imaginados por Gorey.
The
Mikado (1983) fue
su otra gran aportación al teatro. La ópera cómica escrita por W.S.Gilbert (1836-1911) y
Arthur Sullivan (1842-1900) satiriza en dos actos la Inglaterra del siglo XIX con
la seguridad que proporcionaba entonces hablar de un país tan lejano como
Japón. En un estilo luminoso y colorista, poco habitual en él, Gorey
—gran admirador de la cultura japonesa— diseñó también la escenografía y el
vestuario de la
adaptación.
10. Asocial. A pesar de que a veces se le asocia
por error con la literatura infantil, no tenía intención de acercarse a ese
público. Su relación con los niños fue nula y declaraba no sentirse cómodo con
ellos alrededor, pero tampoco los adultos eran fáciles.
“Eventos
sociales… ¡Buf! Ya sabes”. Gorey se recluía con agrado en su casa de Cape Cod,
llena de pilas de papeles y libros, descuidada hasta el punto de que en una
ocasión un trozo de techo se derrumbó.
Con
frecuencia Gorey se escudaba en una sordera para justificar su vida
monacal. “Soy ligeramente sordo… más que ligeramente. Durante años lo he pasado
mal en los intermedios y en las reuniones. Estoy allí de pie, sonriendo
dulcemente y preguntándome de qué habla todo el mundo porque no llego ni a oir
una de cada diez palabras (…). Muchas ocasiones sociales me dejan menos que
entusiasmado”, decía en 1992.Pasó los últimos años de su vida sin dejar de dibujar, pero en ese silencio social que no le molestaba en absoluto, en el micromundo de libros, pinturas y películas almacenados sobre los que dormían sus gatos. En abril del año 2000 murió de un ataque al corazón.